Violencia en el deporte
Los padres
causan el 80% de los altercados en el fútbol base | Psicólogos, árbitros y
deportistas piden acabar ya con la violencia
Ángel Andrés Jiménez Bonillo, licenciado en
Filología Hispánica y profesor en el Colegio Maravillas de Benalmádena
(Málaga), las ha pasado canutas. Tiene 33 años, arbitra partidos de fútbol base
y todos los fines de semana se preparaba a conciencia para recibir un chaparrón
de quejas desabridas, insultos feroces y broncas. Incluso le han partido la
cara. «Hace unos años, un energúmeno saltó de la grada y me agredió; me dejó
noqueado en el suelo», recuerda. Estaba pitando un partido de juveniles. Los
médicos le tuvieron que atender ahí mismo, tendido sobre el césped. «Lo gordo
es que los chavales se habían portado divinamente», apostilla. Pese a todo ese
currículum, Ángel Andrés prefiere evocar otra anécdota, menos truculenta pero
quizá más reveladora. Un día le tocó arbitrar un partido de cadetes. Acabó 32.
Fue un encuentro bonito, disputado y emocionante, pero en absoluto violento. Al
pitar el final, se acercó a saludarle un futbolista del equipo derrotado.
«Enfilábamos ya el camino de los vestuarios cuando el chico vio cómo su gente,
los aficionados de su propio club, me estaban diciendo auténticas barbaridades.
Entonces, el chaval me señaló y les gritó: ‘Un poco de respeto para este
hombre’». Jiménez Bonillo agradeció el gesto, pero aquello le pareció «el mundo
al revés»: un muchacho de 15 años daba lecciones de educación a un montón de
adultos. «Pero eso es raro – lamenta–; lo normal es que a esa edad los chicos
no tengan tanta personalidad y se dejen llevar por la actitud del público, que
además suelen ser sus padres, parientes y amigos». Las aventuras de Ángel
Andrés no son especialmente extrañas. Cualquier árbitro español de categorías
menores maneja una abultada hoja de agravios. El último fin de semana, en
Galicia, el colegiado José Miguel Sayar Celestino tuvo que suspender el partido
de fútbol siete TomiñoRápido de Bouzas porque una madre invadió el campo para
increparle. Los jugadores apenas tenían 10 años. Otro ejemplo reciente: el
pasado sábado, un futbolista del Arratia sufrió un ataque de ansiedad en el
campo del SP Lutxana (Vizcaya), durante un partido de infantiles, mientras
varios padres se enfrentaban y se cruzaban gruesos insultos. El muchacho, de 12
años, tuvo que ser trasladado al hospital. Finalmente, todo quedó en un susto;
pero tantos incidentes merecen una profunda y urgente reflexión. La Federación
de Fútbol de Murcia emprendió hace dos años una investigación para medir la
violencia verbal en categorías infantiles. Durante toda una temporada, diez
informadores fueron acudiendo, por sorteo y sin previo aviso, a todos los
campos. Veían el partido, anotaban lo que se decía y quién lo decía. «Hay
insultos para todos los gustos», ratifica Bartolomé Molino, presidente del
Comité Antiviolencia de la Federación. «Uno de los que se suelta con mayor
facilidad es ‘dale fuerte’. Parece tener menos carga peyorativa que otros, pero
su mensaje es realmente terrible. Animan a sus propios hijos a cometer actos
violentos». Porque en esta película de terror sí que hay culpables. Los padres.
«Causan el 80% de los problemas –zanja Molino–. Y, según nuestros datos, las
madres son incluso más viscerales, quizá porque entienden como una agresión
contra su hijo cualquier lance normal del juego».
Imitadores de Mourinho
Mientras las madres se
desgañitan, algunos padres se ven súbitamente abducidos por el espíritu de
Mourinho: dan órdenes, corrigen posiciones, claman contra el árbitro y, quizá
sin pretenderlo, cargan a sus hijos con fardos imposibles de llevar... Salva
Royo, presidente del Valvanera de Logroño, lo vivió hace unos años, en el
torneo de fútbol base que organiza su club: «Había un padre que siempre se colocaba
detrás de la portería que ocupaba su hijo. No paraba de darle instrucciones. Le
presionaba y le presionaba hasta que el chaval no aguantó más y rompió a
llorar. El árbitro tuvo que parar el _partido». La presión paterna se palpa en
el campo de fútbol, pero también se vive en otros deportes. Pepu Hernández,
exseleccionador nacional de baloncesto y actual técnico del Joventut, narra
dolorosos casos reales: «No son la generalidad, pero existen y un solo
individuo puede contaminar la convivencia de todo el grupo. Hay padres que
llevan las estadísticas de los entrenamientos e incluso llegué a saber de uno
que le daba la paga a su hija según los puntos que metía en el partido». Como
cualquiera puede suponer, semejante conducta se graba a fuego en el chaval:
«Los niños están en pleno proceso de formación del autoconcepto, de su
autoconfianza, de la capacidad para tomar decisiones y resolverlas», explica
Fernando Gimeno, profesor de Psicología del Deporte en la Universidad de
Zaragoza. «Y los chicos buscan el reconocimiento de sus padres. En estas
circunstancias, el mensaje de ‘yo quiero que seas el mejor y no puedes fallar’
resulta mucho más negativo que el de ‘esfuérzate, haz lo que puedas y
disfruta’. Cuando un padre se obsesiona por que su hijo brille (y no solo en el
deporte), eso suele acabar mal». Gimeno ha dirigido varios programas de
prevención de la violencia en el deporte base y recomienda huir de los
estereotipos: «Conozco a muchas personas que son educadísimas y que, sin
embargo, cuando ven a su hijo jugando al fútbol pierden la cabeza. Insultan,
chillan... No se reconocen. Ésa es la complejidad del deporte escolar: personas
que no son antisociales caen en conductas antisociales». El árbitro Jiménez
Bonillo también pide huir de las generalizaciones fáciles: «Hay muchos tipos de
padres. La mayoría se conforma con ver disfrutar a sus hijos. Pero también he
visto tarados que se pasan el partido subiendo y bajando de la grada, gritando,
metiendo presión al entrenador, al árbitro... y a su propio hijo». Esta actitud
opresiva, aunque ambientada en el baloncesto juvenil, protagoniza el
cortometraje ‘Seis contra seis’, dirigido por Marco Fettolini y Miguel Aguirre.
La película circula por la red y cuenta con la colaboración de algunos rostros
célebres del deporte español: Pepu Hernández, Iturriaga, los hermanos
Llorente...
«Ni crack ni bluf»
«Lo hice encantado –asegura Pepu–. El mensaje del
corto me parecía oportuno: los chavales, ante todo, quieren pasárselo bien. No
todos llegan a la élite y ellos lo saben, pero siempre les ha de quedar la
amistad, el grupo, la convivencia...». Algunos psicólogos incluso recomiendan
eliminar todo rastro de competitividad de las canchas, al menos en edad
escolar. Para el exseleccionador nacional, sin embargo, este remedio resulta
demasiado burdo: «No me gusta llegar al extremo de apagar los marcadores para
que los chicos no sepan si van ganando o perdiendo. Desde que coge un balón, el
crío tiene una competitividad natural. Se trata de saber encauzarla. Enseñarle
a perder y enseñarle a ganar». Y en esa batalla cotidiana también bregan los
medios de comunicación, demasiado acostumbrados a las hipérboles deportivas:
«Se utilizan con demasiada facilidad las palabras crack y bluf. Un chaval es un
crack porque hace un partido bueno y a las dos semanas es un bluf porque ha
hecho un partido malo. Hay que tener más tranquilidad. Las prisas son fatales,
sobre todo en el periodo formativo», aconseja Pepu. La pelota está en el tejado
de los padres y de los entrenadores. Si creen que están criando a un
Ronaldinho, quizá les convenga escuchar a Fernando Torres, hoy jugador del
Chelsea: «Con mi padre no hablaba de fútbol. Nunca se metió con el árbitro ni
con el rival. Y tampoco me cogía para decirme cuándo debía disparar. Jamás me
metió presión». No parece mala receta: su hijo ha acabado siendo campeón del
mundo.
«Quedar segundo apesta»
En 2006, Billy Spooner fue campeón del mundo de
golf sub9. Su padre, Andy, es un florista de Licolnshire (Inglaterra) con
inquietudes deportivas. Ha dejado su negocio para velar por la carrera de su
hijo. Le sirve de caddy y de entrenador. Ante las cámaras del Channel 4
británico, mientras Billy sujeta un palo, su padre le interroga:
– ¿De qué va esto del golf?
– De ganar.
– De ganar. Bien. ¿Y qué pasa
con el segundo?
– Apesta.
– Apesta, ¿verdad? Odiamos a
los segundones, ¿verdad? Sí; quedar segundo es peor que ser el último.
Luego, Andy ve cómo Billy
golpea la bola e inquiere al reportero, ciego de pasión: «Mira lo bueno que es.
Mira lo bueno que es el ‘el hombre de hielo’». Su padre le ha colgado ese mote
(‘Iceman’) y el hijo lo pasea orgulloso por el circuito infantil. Ambos creen
que Billy Spooner llegará a convertirse en el nuevo Tiger Woods. Piensan que es
solo cuestión de tiempo. La cámara sigue la participación de Billy en el
Mundial sub 11. El chaval se juega el título en el último hoyo, pero manda la
bola al bosque. Su padre, caddy y entrenador estalla:
– Eres un torpe. No puedo
creerlo. ¿Qué explicación tienes para esto?
– No lo sé.
– Vamos. Dame una explicación.
No te vayas. Billy, compungido y medio lloroso, se va. Ha quedado cuarto. El
padre rumia su disgusto. «Deseo tanto que triunfe que hasta duele», musita. Al
final, después de algunas idas y venidas, Andy abraza a su hijo.
El estilo de Mijail
Andy Spooner, quizá sin
pretenderlo, lleva camino de unir su nombre al de algunos terribles padres que
han martirizado a unos hijos demasiado prometedores. Las imágenes de Mijail
Zubkov abroncando violentamente a su hija Katrina en los Mundiales de Natación
de Melbourne (2007) dieron la vuelta al mundo. La Federación Internacional de
Natación decidió entonces retirar la acreditación al padre y prohibirle la
presencia a menos de 200 metros de su hija, de 18 años. Los motivos de la
violenta discusión jamás fueron aclarados, aunque Katrina adujo ante la Policía
que su padre le conminaba a que dejase a su novio. Otras voces sospecharon, sin
embargo, que el altercado tuvo que ver con el bajo rendimiento de la nadadora
ucraniana. Tiempo después, ambos hicieron las paces. La australiana de origen
croata Jelena Dokic todavía tiene más motivos para odiar a su padre, Damir.
Jelena alcanzó las semifinales de Wimbledon con 17 años y logró situarse en la
cuarta posición de la lista mundial, pero su vida privada era un infierno. El
temperamento volcánico de su padre, un antiguo soldado serbio, no le permitía
disfrutar. Damir dilapidaba todo el dinero que su hija ganaba y, para colmo, la
sometía a continuas vejaciones. Cuando finalmente Jelena se libró de él, el serbio
cargó contra «Australia, el Vaticano y Croacia» por haberle «lavado el cerebro»
a su hija. Damir amenazó con soltar una bomba en Melbourne y «matar» a todos
los australianos. Acabó en la cárcel.
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